Por Jesús M. Herrera A.
Publicado en El Mexicano: TIJUANA, B.C. / LUNES 21 DE FEBRERO DE 2011 / 31A
Para ser un auténtico ser humano hay que ser persona; o en otros términos dice más y concretiza más el término persona, para referirnos al ser humano, al homo sapiens, al animal racional, etc. Preferimos una comprensión personalista, pues, del ser humano.
Se está al margen de una comprensión personalista cuando, por ejemplo como sucedió en la filosofía griega, en donde hubo un cambio de atención en el quehacer filosófico, pues antes de Sócrates se hizo cosmología, la filosofía fue cosmológica, se tenía la atención en el universo, y desde Sócrates hay una atención hacia el ser humano, esto dentro de una interpretación común: que el “conócete a ti mismo de Sócrates” significa que desde el conocimiento de lo interior del ser humano también, a partir de ello, es que se va teniendo una idea, también, del universo.
No obstante este cambio de atención (del paso del cosmos al ser humano), y siguiendo a Carlos Díaz, los griegos no se escandalizaron por la esclavitud, con lo cual se observa una falta de atención más justa al ser humano; esta falta de atención, dice este filósofo español, también es evidente tanto cuanto hay un Estado “comunista” en Platón.
Algo definitivo para avanzar en más atención al ser humano fue el diálogo y la relación, tener una comprensión de la alteridad como algo propio del ser humano, con lo cual se rechazará, según comentábamos, tanto la esclavitud como el comunismo, o cualquier totalitarismo, el cual también puede fundar si no un comunismo, sí un individualismo. Así que se es persona cuando se evita un trato que caiga en un extremo (individualismo) o en otro (masificación), en cualquier orden de la vida.
Así, vamos teniendo acercamientos y nociones que nos van ayudando a emprender esa difícil empresa de construir personas mientras, a la vez, se construye un orden social: “cuanto más perfecta es la persona, más sale de sí misma y se encuentra a sí misma en la relación de entrega gratuita a los otros, a fin de establecer comunión con ellos” dice Carlos Díaz (citando textualmente a J. M. Rovira), en su obra “¿Qué es el personalismo comunitario?”.
La identidad de la persona hace que se equilibren tanto la individualidad como la condición social o relacional de ella, si no se da este equilibrio vienen diversas modos totalitaristas que en toda la historia se han dado, modos que, otra vez, se materializan en individualismos o colectivismos.
Si se cae en cualquier extremo se pierde el sentido de la vida en común, como fundamento del orden social y político; recuérdese que no es lo mismo comunidad o vida en común que sociedad (no obstante que se lleguen a usar los términos comunidad y sociedad como sinónimos), la primera funda a la segunda, y la segunda quisiéramos que fuera un modo positivo de salvaguardar a la primera.
Es que ya es habitual socializar sin comunidad, lo cual se ve en diversas circunstancias, por ejemplo en el hecho de reunir un sinfín de elementos protocolarios y burocráticos para emplearse en algún lugar, o en el otro extremo no tener ni siquiera un contrato laboral para pertenecer a tal o cual institución para trabajar, y con o sin protocolos, no hay seguridad de estar en comunidad, creciendo en el oficio o en la profesión como personas, y esto se radicaliza cuando hay despidos injustificados, o cuando sentimos que somos simplemente un objeto más que hace crecer los números de la empresa.
También se socializa sin hacer comunidad cuando se está casado formalmente, y hay documentos civiles y/o religiosos de por medio, atestiguándolo, sin que haya sentido de comunidad en el hogar. Ante esta situación es que se llega a decir que en la familia se adquieren las peores patologías.
Entremos ahora al asunto de la solidaridad, toda vez que se tenga en proyecto la construcción de una condición personalista y comunitaria del ser humano.
De acuerdo con André Comte-Sponville en su obra “Pequeño Tratado de las grandes virtudes” (EspasaCalpe, Madrid: 1998), la solidaridad es “un estado de hecho antes de ser un deber, y un estado del alma (que siente o no) antes de ser una virtud o más bien un valor. El estado de hecho aparece claramente en la etimología de la palabra: ser solidario es pertenecer a un conjunto in solido, como se decía en latín, es decir, para el todo. Así, en lenguaje jurídico se dice que unos deudores son solidarios cuando cada uno de ellos puede y debe responder de a la totalidad de la suma que han recibido colectivamente. Lo cual tiene mucho que ver con la solidez, de la que se deriva la palabra solidaridad: un cuerpo sólido es un cuerpo en el que todas las partes están relacionadas entre sí (donde las moléculas, se podría decir, son mucho más solidarias que en los estados líquidos o gaseosos), de tal forma que todo lo que le sucede a una les sucede a las otras o se refleja en ellas. En pocas palabras, la solidaridad es en primer lugar el hecho de una cohesión, de una interdependencia, de una comunidad de interese o de destino. En este sentido, ser solidarios es pertenecer a un mismo conjunto, y compartir por consiguiente –se quiera o no, se sepa o no– una misma historia”.
Este carácter personal, del cual depende sensiblemente la fundación del sentido de la comunidad, es importante para poder pensar en ese estado de vida común, o virtud de la solidaridad, para darle fuerza o consistencia a la sociedad, de manera que la sociedad tenga vida más allá de prescripciones jurídicas o políticas, y se anime efectivamente desde el bien común, desde el sentido de pertenencia a la comunidad.
No es fácil hablar hoy de solidaridad, menos en nuestro país; es que tenemos una imagen lapidada de la solidaridad, porque nos recuerda a un expresidente de México que supuso a la solidaridad en el terreno del populismo; el problema es que se saca de sentido el término y luego es difícil recuperarlo, ya el mismo Comte-Sponville dice a este respecto: “¡Triste época que suprime las grandes palabras [solidaridad] para no ver su propia pequeñez!”.
Habiendo solidaridad hay fraternidad, la solidaridad resulta ser signo de fraternidad: se trata de un valor tan buscado y no terminado de hallar desde esa Revolución francesa que cambió el rumbo de Occidente; la solidaridad abre la puerta para esa otra virtud social que es la subsidiariedad, que es esa dinámica por la cual estamos atentos a las necesidades del otro para ayudarlo.
Más, hablamos de que tanto solidaridad como subsidiariedad son virtudes, más que valores (y teniendo en cuenta que toda virtud en sí misma es un valor, pero no todo valor es una virtud). Y es importante el hecho de ver la condición virtuosa o virtual de la solidaridad, porque ello implica que es algo que se consigue con mucha praxis y una suficiente deliberación, reflexión y diálogo, teorización pues, que teoría mínima y praxis máxima es lo propio en la consecución de toda virtud.
Por un lado si se trata de virtud es que estamos hablando de estos estados de vida en la comunidad, lo cual ya está referido con mucha erudición por parte de Comte-Sponville, más, hace falta actualizar la condición solidaria y subsidiaria.
Recuérdese que virtud implica también la existencia virtual de algo, y hay que hacer pasar lo virtual a su modo real: en este orden de ideas, es lamentable que sólo en situaciones extremas, como son las catástrofes que nos traen los desastres naturales, es cuando nos solidarizamos auténticamente, más allá de directrices políticas o jurídicas.
En cuanto a la subsidiariedad, resulta que el liberalismo, según Joaquín García Roca en su “Tránsito hacia los últimos” (Sal Terrae, España: 2001) lo ha “separado del principio de solidaridad”. En este contexto, trataremos más del asunto en la próxima columna, dado que aquí se agotó el espacio.
Etiquetas de Technorati: Persona,Personalismo,Carlos Díaz,Ética,Ética Social,Solidaridad,Subsidiaridad
No hay comentarios.:
Publicar un comentario