Publicada en Diario El Mexicano: LUNES 22 DE JUNIO DE 2009 / TIJUANA, B.C., 32A
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Por Jesús M. Herrera A.
La virtud está a un instante de ser sinónimo de educación, pues del educado lo que esperamos es una persona virtuosa, así, en lo que sigue daré por supuesto que si la educación no es para la virtud pues ésta no tiene sentido, y entonces lo que se quiera dar por educación está desvirtuado, pues el educar –al margen de la intención por la virtud– estará dirigido (cuando bien nos vaya) al adiestramiento para fines inmediatos, tales como los que aspira la Programación Neurolingüística actual, mientras que la virtud supone que la persona está tan educada como que camina en la línea del sentido de la vida y es sensible por el bien común.
El sentido de la vida, en el común de la gente, está referido o buscado cuando se escuchan expresiones como las siguientes: quiero ser feliz, o quiero rehacer mi vida (sobre todo después de divorciarse), o cuando presumo que tengo el derecho de ser feliz. Como vemos, hablar de la felicidad es evaluar si nuestra vida tiene o carece de sentido, y en esta empresa del sentido de la vida o de la felicidad, según Aristóteles, ha de estar presente la vida virtuosa. Así que es triste que al educado (que convencionalmente quiere verse en el escolarizado), sus niveles académicos, no le alcancen para ser feliz.
Los griegos fueron grandes, y también pioneros, sistematizadores de lo que es la virtud, de manera muy conocida tenemos a Aristóteles con su Ética Nicomaquea, que es una referencia obligada para cultivarnos en el tema de la virtud.
Para comprender qué sea la virtud, vamos a tratar de señalar qué es lo que el filósofo observa cuando se fija en el proceder humano ante lo enigmático de la vida, y cómo es que se tiende a responder ante lo que se observa. Y bien, nos encontramos con que el ser humano tiende a ser animal de extremos, ya que le gusta subir y pasearse en ese columpio que lo lleva de la euforia al total desánimo y apatía (bipolaridad se dice hoy), entonces quien logra no irse a uno de los extremos ese es el virtuoso, y más virtuoso es quien sabe sujetar la euforia y la apatía para sacar algo de la conciliación de estas dos fuerzas que, por sí solas y/o sin sujeción, desequilibran al ser humano.
Frente a esta realidad innegable de la vida, de estar siendo seducidos por los extremos que se tocan en el desequilibrio de la vida, es que en Ética Nicomaquea se nos dice que la virtud es equilibrio, i. e., una “Posición intermedia entre dos vicios, el uno por exceso y el otro por defecto. Y así unos vicios pecan por defecto y otros por exceso de lo debido en las pasiones y en las acciones, mientras que la virtud encuentra y elige el término medio”.
De manera que el vicioso es quien no puede, pues se le escapa de sus manos, el manejo de la adrenalina, de las energías que nos ponen de cara a la vida y a la muerte, que son las principales fuerzas que vienen a moverle el piso al ser humano, ya que son evidentemente los límites de lo humano.
En nuestro contexto cultural resulta ser el hedonismo (que es el placer por el placer), la causa de nuestra irresponsabilidad por la vida y por la muerte. Y es que como nos enseña Heidegger, filósofo alemán, la única certeza que como humanos tenemos es la muerte, y hace falta de valor para saber qué hacer con esta certeza, de manera que no la evadamos, sino que la asumamos cabalmente, y para esto es que se requiere de la virtud (del valor o fuerza de la virtud), y es que el olvido de la muerte viene a ser también olvido de nuestra condición humana, lo cual hace del ser humano un sujeto caprichoso y narcisista, vicios que nos hacen insensibles ante las necesidades de los demás, ya luchar por los necesitados es la empresa de la promoción de la vida. Así es que, entonces, alcanzamos a tensionar las fuerzas de la vida y las de la muerte, se evita polarizar solo unas, ya que sin tensionarlas –las fuerzas de vida y de muerte– se desvirtúan y se pervierten. La vida se pervierte cuando termina siendo hedonismo y la muerte cuando se convierte en cultura de la muerte, al punto de ver el secuestro y los asesinatos como algo cotidiano, pues llega uno a acostumbrarse a vivir entre balaceras y levantones, con lo cual se pierde el ánimo por luchar por la vida, se llega a vivir suponiendo que la vida no vale nada. O se cree, una vez pervertidas las fuerzas de vida, que el hedonismo es el mejor modo de vida.
Frente a estos extremos hace falta la virtud de tener conciencia de la muerte, y hacer de esta certeza una fuerza de vida. Esto evidentemente es una paradoja, y no obstante es real, pues definitivamente que el virtuoso saca fuerza de su debilidad. Y para esto no hay ningún hilo negro qué descubrir. Si uno se fija bien, desde el ámbito que a cada uno le corresponde se puede luchar por mejorar las condiciones de vida, ya sea desde el ámbito médico para hacer llegar la salud a los más desfavorecidos; y sobre todo desde el ámbito educativo por ser, la educación, clave de vida de calidad (se ha dicho que no basta con vivir, sino que hay que vivir bien, vivir mal es una agonía, lo cual puede ser peor a estar muerto). Hace falta del ingrediente éste, de la intención por hacer el bien, que está condensado en una auténtica moral (y no la inauténtica moral que se reduce a normas y, peor aún, la que construye mojigaterías), para que matice el quehacer político y económico, lo cual implica la construcción diaria de oportunidades para vivir cada vez mejor.
Estos ideales son propios de la educación, entendiendo ésta en su sentido más amplio y más serio, lo cual exige de la comunicación entre las instituciones académicas y el hogar (que es, cualitativamente, la principal institución educativa), cada uno con sus alcances y límites propios, pero siempre haciendo equipo. Y es que hay una tendencia muy fuerte a dejarle los hijos a las instituciones académicas, como si fueran ropa que se deja en la tintorería para que, en un determinado tiempo, se pase por ella y se pague por recibirla limpia, planchada y lista para usarse; entonces los hijos no son un objeto que las instituciones nos entregarán, después de que les hayamos estado pagando, al cabo de unos quince o veinte años, terminados y bien cuidados para que nos sean productivos o útiles.
Educar es educir, poner al otro en condiciones de que, como arriba se dijo, logre sacar fuerzas de su debilidad, en mucho esto es algo que se busca cuando se quiere proactividad (y no reactividad), convicción e iniciativa, y no sólo en la empresa, sino en el hogar y en la familia.
Una educación excesivamente psicologista, tanto para el ámbito académico como para el del hogar, ha de cuidar el no promover inconscientemente la Ley del menor esfuerzo, que casi siempre va de la mano con el cuidado exagerado de lo Políticamente correcto (PC), según nos advierte Umberto Eco, filósofo italiano en su obra A paso de cangrejo. Eco dice que “muchas veces la decisión PC representa una forma de eludir problemas sociales no resueltos aún, enmascarándolos mediante un uso más adecuado del lenguaje”. Y esto es cierto, toda vez que la vida no es PC, ya que la ganancia por nuestro esfuerzo no siempre es justa; además de que, hemos dicho, no hay que olvidarnos de la certeza de la muerte (y la muerte no es políticamente correcta). Y la virtud, ante estas tendencias a lo PC y al vicio de la Ley del menos esfuerzo, sigue siendo un hábito que nos facilita hacer prontamente el bien y elegir lo óptimo de entre lo mejor, se consigue con trabajo arduo y constante, y en el esfuerzo por la virtud siempre está respetándose el bien del otro, el bien común, más allá de la Ley del menor esfuerzo y de lo PC.
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